Hemos leído en estos días muchas notas disonantes y reflexiones abrumadas sobre el turbulento año que terminó en Colombia. Desde muchos lados llegan pensamientos sobre las negociaciones de paz llenos de frustración y hasta desengaño. No faltan matices ni advertencias éticas pero al final está el desconcierto. Nadie se atreve a la euforia por el riesgo de salirse de tono. El estado de ánimo nacional, esa nube que intentan captar las encuestas, los astrólogos o los más agudos analistas, se describe a medias con palabras mayores: incertidumbre o asombro. Sí, pero No.O viceversa. En medio del ruido de las novedades prima la conmoción. Hay hechos que ayudan a esas interpretaciones tremebundas. Pero todo eso resiste otras miradas si se colocan las noticias y sus imágenes en la matiz que corresponde y no en las lecturas de los miedos o la distancia entre expectativa, la ilusión y la realidad. Los mismos hechos, inicialmente aturdidores, tienen su sentido como parte de una profunda ruptura que se está produciendo con la inercia de la guerra, en contra de la violencia endémica que sigue presente o de la máquinas de la contrainsurgencia o de las insurgencias que no creen que les llegó la hora final.
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